Pana es hoy uno de los palabreros o pütchipü'ü más viejos y respetados de la Media y Alta Guajira. Aunque las canas y su piel ennegrecida por las largas caminatas bajo el Sol furioso del desierto revelan sus 85 años, su voz conserva la potencia de su juventud.
Con la misma determinación y habilidad discursivas con que enfrenta a las familias que lo buscan para un arreglo, Pana asegura que aprendió este oficio escuchando cómo resolvían las disputas los mayores de su clan y que poco a poco fue ganando experiencia porque "el don de la palabra no es para todo wayuu sino para el que le gusta", advierte a través de un intérprete porque sólo habla wayuunaiki.
En el sistema normativo de los wayuu, reconocido el pasado 16 de noviembre como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, no existen los abogados ni los jueces. Los pütchipü'ü son los encargados de resolver los conflictos, a través de la palabra. Su papel es actuar como conciliadores entre las partes en disputa y lograr que lleguen a un acuerdo, mediante el pago de una indemnización.
En este pueblo indígena, que habita en Colombia y Venezuela, desde pedir la mano de una mujer hasta la sangre derramada por un asesinato deben ser compensados. El pago lo hace la familia materna y el monto lo determina la jerarquía social del implicado, así como la magnitud de la afrenta.
En el caso del cobro por una muerte, accidental o no, del pago de la indemnización depende que no se desencadene una guerra, que puede durar años y acabar con familias enteras.
En sus inicios, a Pana lo buscaban para negociar la dote por el matrimonio de una muchacha porque en esa época, cuenta, el cobro por muerte no era tan común. "Por eso me ocupé de los matrimonios. La intervención del palabrero les garantiza el futuro a los hijos. Si la mujer es de familia rica tienen que pagar más", afirma, empuñando el bastón o waraarat con que acude a los arreglos.
Pero con el paso de los años también ha tenido que mediar para evitar un enfrentamiento armado entre familias. En 1987, un indígena que era miembro del Ejército venezolano mató, en cumplimiento de sus funciones, a un miembro del clan Ipuana.
En el primer pago, los agresores dieron una suma de dinero equivalente a 50 reses, pero los familiares del difunto exigían la entrega de 50 novillas que no hubieran parido para firmar la paz, así que tuvo que interceder por el otro bando porque no tenían esa cantidad de animales. Después de exponerles las ventajas de llegar a un arreglo, logró que se estrecharan las manos.
"En un arreglo, primero se pide como pago una cantidad de animales, collares, tumas (piedras preciosas) y mulas, pero para darse la mano y que no haya más rencilla tiene que haber una protocolización y piden a la familia agresora que dé un regalo", explica Pana, quien luce en su cuello un collar que recibió como remuneración por su trabajo. Según la norma wayuu los miembros de las partes en un conflicto originado por una falta grave no deben verse las caras antes de que la reparación haya tenido lugar.
Sentado en un chinchorro, colgado en una enramada de la ranchería Karaquita, localizada en jurisdicción de Maicao, a donde se llega después de recorrer una hora en carro desde Riohacha por caminos rodeados de trupillos y cactus, el viejo palabrero recibe la visita de tres de sus colegas.
José María Ipuana, de 63 años, llegó desde el Resguardo 4 de Noviembre, en el municipio de Albania, ataviado a la manera tradicional: sombrero, camisa occidental, faja y faldón o ashenpala, guaireñas y bastón. Al igual que Pana, habla solo en wayuunaiki.
Ipuana, quien antes de 'llevar la palabra' lee el tabaco para saber cómo le va a ir, recuerda que el arreglo más difícil que ha tenido que asumir fue el de la muerte de un wayuu en un accidente de tránsito en Machique (Venezuela), en el que el conductor del vehículo se fugó.
El tío materno de la víctima, después de confirmar quién era el responsable, llamó a Ipuana para que resolviera el problema. La complejidad radicaba en que los agresores negaron en un principio haber cometido la falta y ni siquiera auxiliaron al muerto.
Después de ir y venir varias veces llevando el mensaje de unos y de otros, Ipuana logró ponerle fin a la querella. La familia paterna del difunto recibió dos collares y siete millones de bolívares como pago por las lágrimas, y la familia materna 30 millones de bolívares, seis collares y dos ensartas de tumas por la sangre derramada. "El palabrero que realmente trabaja es aquel que no renuncia a ningún caso hasta resolverlo y que las dos partes queden conformes y tranquilas. A pesar de que lo busca una familia, él tiene que conciliar en las dos partes en disputa. Apaciguar los ánimos", advierte Ipuana, a quien le preocupa que los jóvenes de su etnia no se interesen por seguir con esta práctica ancestral.
En la reunión también están Orangel Gouriyú Gouriyú y Germán Aguilar Epieyú, quienes representan a la generación más joven de palabreros. Tienen 46 y 51 años, respectivamente; a pesar de tener mayor educación y vivir en la ciudad, mantienen la sabiduría de los viejos.
Aguilar es economista pero conoce al dedillo la normatividad de su cultura. Para él la principal diferencia con el sistema jurídico ordinario es que la penalización no es individual sino colectiva. "Por eso hay que resolver los problemas ya porque, si no, le heredan el conflicto a las siguientes generaciones", advierte.
Para Gouriyú, quien heredó el oficio de su abuelo, la ley wayuu es tan efectiva que muchos alijunas (no wayuu) deciden acogerse a ella en aras de llegar a un arreglo.
"Mientras las entidades como la Fiscalía duran cinco años haciendo investigaciones y amontonan documentos, la ley wayuu es lo más rápido y sano: uno pone fecha, plazo y reparamos los daños", afirma Gouriyú, a quien buscan para resolver conflictos hasta de la Presidencia de la República.
Pese a la intromisión de la cultura occidental en sus costumbres, los palabreros continúan asumiendo su papel como mediadores para encontrarles una salida pacífica a los conflictos y mantener el equilibrio en las relaciones sociales de su comunidad. Sin embargo, los más viejos temen que cuando ellos ya no estén, la palabra pierda su valor y desaparezca como el rastro de las pisadas en la arena del desierto.
Para qué sirve una declaratoria de la Unesco
Estas declaratorias buscan hacer visibles y proteger manifestaciones culturales intangibles de diferentes países, que por tradición se han heredado como parte de su historia y que se busca que no desaparezcan. La declaratoria obliga al Estado y a la comunidad a conservar la tradición, que muchas veces corre peligro de desaparición porque los ancianos mueren y los jóvenes ya no replican los conocimientos ancestrales, porque se van de la región y no piensan en volver o desconocen la lengua en que se realizan dichas prácticas. La Unesco busca que los habitantes consideren un honor preservar la tradición.
TOMADO DE EL TIEMPO